Probablemente, Mr. Atkins se levanta por las mañanas con una horrible
sequedad en la boca. Luego comienza a rememorar quién es, cuál es su
cometido y qué le espera en el día que comienza. Desayunando con el
Times comenzará a plantearse si su hija habrá terminado ya de reformar
su casa, si al perro le toca vacuna, si podrá prescindir del coche grande
la semana próxima, y esto le conducirá a la organización de su trabajo.
Su trabajo.
Lo más probable es que Mr. Atkins piense en su trabajo como esa labor
que nadie quiere pero que explica las sociedades humanas y los
sistemas políticos en toda la superficie terrestre. Su trabajo es el de
muñidor de acuerdos, punto de fricción, grasa de los engranajes y -en
cierto modo- pegamento que mantiene las personas unidas y en
armonía. Stephen Atkins es abogado, y allí donde hay un conflicto, hay
un abogado (y viceversa, susurra en mi oreja el pequeño demonio
encarnado). Además, Stephen está especializado en negociaciones. Él
pone de acuerdo a las personas. Es el jardinero que siembra el
consenso, para que florezca en blanquísimos contratos por triplicado.
Mr. Atkins representa a ciertos marineros somalíes que -debido a la
escasez de pesca- se dedican a apresar algunos de los barcos que pasan
cerca de sus costas. Es el abogado que, con su benéfica intervención
desde su bufete de Londres, contribuye a que esos marineros rehenes de
los negritos puedan llegar -este año también- a sus casas por navidad.
El demonio rojo vuelve a hablarme al oído: "más le valía a la
humanidad que todos los Stephen Atkins del mundo se ahorcasen con su
propia corbata".
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