Por suerte, ya no temo que me vea alguien conocido. Hace unos días me crucé con mi mujer y mis niños y ni siquiera me miraron. He descubierto que soy invisible. Una vieja ilusión desde pequeño, que era ser un espíritu impalpable para poder ir donde quisiera sin que me viesen, finalmente se ha cumplido. Pero con una diferencia: en mi fantasía no dolía tanto.
Miro a los pocos que pasan por la calle, y pienso en lo distintos que se creen de mí. Del otro lado del cristal blindado, se creen a salvo de la miseria. Creen que yo nací así, en un poblado de chabolas, quizá. No se plantean que puedo haber sido como ellos. Que de hecho lo era. Y sólo hace dieciséis meses de eso.
Otra vez viene un grupo de jóvenes a mirar desde fuera. Creo que son los mismos de antes. Me siento avergonzado. Y tengo miedo. Me miran burlones, superiores. Dos o tres de ellos son niños, sin pelo en la cara. Y sin embargo sé que estoy a su merced. Pienso en pulsar el botón de ayuda del cajero, pero en este momento me doy por vencido. ¿Para qué? ¿Acaso merece ser vivida esta vida de mierda? Sólo espero que se apresuren y no me hagan sufrir.
Cuando abren la puerta no parecen tan seguros. Son las caras de alerta y miedo del que se enfrenta con una araña o una serpiente, con un leve matiz de asco. Aparece uno de los niños desde atrás con una botella y me salpica con ella. El cajero apesta a gasolina. Me marea.
Siempre me gustó el olor a gasolina -pienso, mientras el frío desaparece para siempre.
publicado desde móvil (sin enlaces; el aclamado dispositivo blackberry no los permite)
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