Pero es que no es posible. Esos arrastrados se empeñan en no reconocer su inferioridad, su incapacidad para generar riqueza, su pertenencia al sector que se-esfuerza-pero-no-llega. Y actúan sin respeto alguno a los que lideramos la sociedad. Nos desprecian, nos insultan y, en ocasiones, incluso nos roban.
Es por eso que vivimos en jaulas de oro. Tenemos que gastar en empresas de seguridad para que -a pesar de nuestros ideales progresistas- nuestros Grandes Simios específicamente entrenados baqueteen a los miserables que intentan invadir nuestra propiedad. No es por motivos ideológicos, sino por el más elemental instinto de supervivencia.
Y lo más terrible es cuando, después de lo que explico, escuchamos a uno de esos demagogos populistas decir que los pobres viven en barrios sin servicios adecuados, en hacinamiento, porque no pueden hacer otra cosa; se atreven a decir que se ven, obligados por las circunstancias, a vivir en el poblado de chabolas. Y nosotros, los millonarios nos retorcemos incómodos porque lo que más desearíamos es vivir en una comunidad tan íntima entre personas, formando una red social en la que nadie se ve desatendido. No saben estas personas lo mucho que envidiamos a los que viven en comunidades de indigentes, sin pertenencias, sin riqueza, sin preocupaciones, ayudándose unos a otros.
Ellos son los que viven en libertad. Pueden ir adonde desean, hablar con quien quieren, comer o no, dormir o no, sin temor a ser atacados, robados, expoliados, violados o asesinados. Sin ese terrible peso que es para nosotros proteger nuestra riqueza.
Dichosos ellos, los menesterosos, que son libres. Compadecednos, sin embargo, a los ricos, que sufrimos la prisión a la que la fortuna nos somete.
publicado desde móvil (sin enlaces; el aclamado dispositivo blackberry no los permite)
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