Bruno Bettelheim es un psicólogo infantil de la corriente psicoanalítica nacido en Viena -como debe ser- en 1903, que sobrevivió a un campo de concentración nazi para ir a suicidarse al final de su vida -como debe ser, también- en Chicago en 1990.
No es especialmente querido por las asociaciones de padres de niños autistas, posiblemente por su convicción expresa de que el autismo no tenía base orgánica, sino que era originado por "madres frías y padres ausentes".
En cualquier caso, Bruno Bettelheim era un gran divulgador, al que conocía a través del libro "Psicoanálisis de los cuentos de hadas", que explica por qué los cuentos -en sus versiones originales, no en las edulcoradas por Perrault o Disney- cumplen una función liberadora para la atormentada y reprimida psique de los niños, esos pequeños monstruos. Pero no son monstruos porque hayan nacido así, sino por culpa de sus padres, que llenan su espontánea vida animal de bloqueos y restricciones. Pero esos padres no son tampoco culpables. Al fin y al cabo ellos son también tributarios de los que los educaron -entendiendo educar como castrar aquellas tendencias y pulsiones que son espontáneas y connaturales al hombre. Así pues, si bien el hombre es un animal gobernado por el ello, lo que lo hace destructivo y sanguinario, en su relación con los otros ha creado una serie de normas sociales (el súper yo) destinadas a castrar y limitar este salvajismo, creando un trauma constante que nos hace eternos insatisfechos autorreprimidos incapaces de alcanzar la felicidad.
No es raro que Bettelheim se suicidara. Lo raro es que no se maten todos los seguidores del psicoanálisis. A lo mejor es porque muchos de ellos no son más que impostores.
En su libro "No hay padres perfectos", Bruno Bettelheim pone como ejemplo de educación adecuada en la responsabilidad a una madre japonesa -dice que en Japón sí que educan bien a los niños- que al ir a recoger a su hijo al colegio, en lugar de decirle rápidamente que salga, espera a que éste termine de jugar y se percate de que su madre está sentada pacientemente sin hacer nada. Al parecer, si le decimos al niño lo que tiene que hacer lo que estamos haciendo es que no asuma sus responsabilidades, con lo que el peso de sus decisiones estará siempre sobre nuestra espalda y no sobre la suya.
Mira, Bruno, bonito; en primer lugar, no me creo ni de coña que el país de los samurais y las katanas, en el que todo se hace a gritos y patadas en los dientes tengan con los niños tantísima paciencia. Sí es verdad que los adultos tienen un elevadísimo concepto de su propia responsabilidad, y que cuando no la cumplen se hacen un gran corte en forma de L en el abdomen, pero no creo que hayan llegado a eso partiendo de una educación montuna y sin desbastar. Y por último, hermoso Bruno, intuyo que los inventores del reloj Casio de lectura directa tienen una manera de hacer las cosas en la vida gobernada por el tiempo, pero aún en el caso de que los nipones se distraigan en divagaciones y no lleguen jamás a tiempo a su cadena de montaje, lo que sí es cierto es que los niños aquí en mi país están obligados a entrar en el colegio a una hora y a salir a otra distinta. No hay nada que podamos hacer al respecto. Yo podría llegar a admitir, por hacerte callar, que mis hijos serían un dechado de responsabilidad y que se lanzarían en picado sobre el enemigo a los mandos de un aeroplano cargado de explosivos si yo les permitiese quedarse en el cole jugando a la hora de salir, pero no es posible. No es posible porque aparece una señora con tanta vis cómica como el emperador Hiro Hito y me echa a patadas, a mí y al conducator en ciernes.
Total, que ahora es una coña privada, entre mi mujer y yo, decirnos con ademán serio "¡Japón!" cuando vemos que el otro está a punto de estrangular a uno de nuestros vástagos.
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