No sé si ya he hablado de esto, pero si ya lo he hecho pues os aguantáis; son las 6,30 de un sábado, estoy levantado porque mi hijo mayor me ha llamado -no respira por la nariz y tose como ladraría un mastín de diez años- y ya no puedo dormir. Debo decir que no estoy en mi plenitud de facultades, tanto por el cansancio como por el cabreo, pero he decidido hablar sobre el tema que me ha traído aquí, al salón, a sentarme como un imbécil ante el ordenador.
No entiendo por qué a los niños hay que repetirles todo varias veces. De hecho, el número de veces es siempre el que soy capaz de aguantar sin gritar. En cuanto profiero una amenaza que acojonaría al propio Hannibal Lecter comienzan desganadamente a hacer lo que les he ordenado, sin abandonar la lectura, manipulación de muñecos o pateo de balón que antes les ocupaba por completo. Pero pobre de mí como deje de mirarlos, porque en cuanto enfoco mi mirada hacia otra cosa, los niños detendrán inmediatamente la ejecución de mi orden y volverán a la pelota, el libro o el muñequito de Spiderman. Por lo tanto, la ejecución de una orden normal exige muchísimo más tiempo del necesario y mi completa dedicación a la tarea de vigilancia y supervisión (si no miro mientras se visten, pueden salir de casa sin calzoncillo, con la camiseta sobre el jersey y con los zapatos cambiados de lado). Como tardan tanto en hacer todo, se distraen con frecuencia y necesitan que esté presente, siempre termino pensando que sería mejor hacerlo yo en su lugar y dejarlos jugar tranquilamente. Esa es la trampa a la que nos quieren conducir. Ellos juegan con esa indolencia, con esa resistencia pasiva, para privarnos del buen juicio y que desistamos de educarlos. La desesperación de ver que ellos van a tardar diez veces lo que tardaríamos nosotros, y que estamos descuidando nuestras necesidades por mantenernos al acecho nos lleva a dejar nuestra responsabilidad de educar y caer en la esclavitud de ven neniño que te calzo y una cucharadita por papá y otra por mamá. Pero es que nuestra voluntad es limitada, y -como dice un amigo mío- ellos no tienen nuestras obligaciones, así que disponen de 24 horas al día para tocarnos los cojones, mientras nosotros al tiempo que los encarrilamos tenemos que trabajar, poner la lavadora, vaciar el lavaplatos, hacer la compra, planchar, barrer, vestirnos, ducharnos, hacer camas y un sinfín de cosas más.
Pero qué decir de la calle, al salir de casa. Últimamente se los ve mayores, porque ya no es tan necesaria la labor de pastoreo, pero sigue habiendo momentos en los que parezco más un cabrero recogiendo los animales al aprisco que un señor caminando con sus hijos por la vía pública. Cuando están en un parque, cuando ven algo que les gusta en un centro comercial, cuando se cansan y se niegan a continuar, cuando voy a recogerlos al colegio (que se quedan jugando con otros y es especialmente difícil conseguir que salgan), en multitud de ocasiones me veo persiguiéndolos para encauzarlos, evitando que se me desvíen y vuelvan al prado a triscar. Para mí, todos los días son un híbrido de fiesta de la trashumancia y rapa das bestas.
Otro día insomne por inducción.
2 comentarios:
Jajajajjajaja, ¡qué bueno! Me mondo de risa... tal vez porque el mío todavía tiene 10 meses y, como todos los padres primerizos, estoy convencida (aunque no lo admita en público) de que el mío será único y di fe ren te. ¿Un sábado a las 6 de la mañana ante el ordenador?? ¡Tiene que ser diferente! esp.
A ver, entiendo que el madrugón un día de fin de semana duele, de verdad que sí, pero ten por seguro que también ha contribuído (tan directa o indirectamente como lo quieras ver) a que hayas escrito uno de los comentarios más ácidos, divertidos y sinceros de la última temporada. Es genial!
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