Es costumbre entre mis compañeros de trabajo regalar a los que se jubilan un reloj de pulsera. A mí, que vivo con un temor cerval a la muerte, me parece de muy mal gusto hacer una alusión tan directa al inexorable paso del tiempo en ese momento tan delicado de la vida de una persona.
Se lo comenté a mi suegro hace unos días y coincidió -parcialmente, como no podía ser de otra manera- conmigo. "Sería mucho peor si fuera un reloj de pared o de pie", dijo; "ya, y con un letrero sobre la esfera que pusiera tempus fugit", añadí yo.
Todo se puede empeorar con un poco de imaginación y mala leche.
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